“El libro perdido de Jorge Luis Borges”. Mempo Giardinelli
LIBROS Y LECTORES
Una historia muy borgeana de Mempo Giardinelli sobre Jorge
Luis Borges. El cuento está incluido en el volumen Estación Coghan y otros
cuentos, de Ediciones B, cuyo título publicamos.
Mempo Giardinelli, nació 1947 y vive el El Chaco, Argentina.
Narrador, ensayista y periodista. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y
ha recibido importantes galardones. Fue merecedor en 1993 del premio Rómulo
Gallegos. Entre 1976 y 1984 vivió en Mexico en su exilio. Allí fue fundador y
director de la revista “Puro Cuento”. Participó en 1996 en los “Foros
Internernacionales por el fomento del libro y la lectura. Entre sus obras se
destacan “La revolución de la bicicleta”, “Santo oficio de la memoria”, “Luna
caliente”, “Imposibe equilibrio”, “Visitas después de hora”, Estación Coghlan”
y otros.
“El libro perdido de Jorge Luis Borges”
Por Mempo Giardinelli.
Nunca
conté esto antes, y ahora mismo no sabría explicar por qué. Creo que fue a
fines de 1980, durante un vuelo entre la Ciudad de México y Nueva York. En el
mismo avión viajaba Jorge Luis Borges, aunque él lo hacía en primera clase, por
supuesto. En algún momento me atreví y le pedí a la comisaria de a bordo que me
permitiera sentar al lado de él durante unos minutos. Accedió con esa
proverbial simpatía de las mexicanas, y hasta me convidó a una copa de vino.
Borges tenía los ojos cerrados y sobre su falda descansaba una carpeta de
cuerina color obispo. Parecía rezar, aunque tratándose de él uno debía suponer
que estaba componiendo o recitando un poema. Fue muy amable conmigo y cuando me
presenté como compatriota dijo, sonriente: -Quizá no sea casualidad que dos
argentinos nos encontremos a tanta altura. Ya ve cómo nos cuesta tener los pies
sobre la tierra.
Me preguntó en qué podía servirme y le respondí que
simplemente no quería dejar pasar la ocasión de saludarlo y le conté,
brevemente, que acababa de publicar un cuento titulado «La entrevista» en el
que yo imaginaba que él, Borges, llegaba a los 130 años de edad sin ganar el
Premio Nóbel y un editor norteamericano de voz meliflua me encargaba a mí, para
entonces un viejo cronista jubilado de ochenta y pico de años, que lo
entrevistara.
Naturalmente, Borges no se interesó por mi ficción, pero sí
inquirió acerca de mi interés en él: quiso saber qué obras yo había leído, o
cuáles conocía, al menos. Me di cuenta que le importaba distinguir a un cholulo
de un lector, de modo que le conté que lo había leído completamente gracias a
un torneo de escritores. Sin dudas lo halagué y desperté su curiosidad.
Entonces le referí la breve historia de mis años de trabajo en la vieja
Editorial Abril, donde además de una excelente escuela de periodistas había
decenas de buenos poetas y narradores y casi todos jugaban bastante bien al
ajedrez. Mencioné, por supuesto, a muchas distinguidas plumas de entonces,
comienzos de los setenta, y comenté que todos lo habían leído y querían ganar
el premio que la editorial había dispuesto para el campeonato de aquel grave
año de 1975: sus Obras Completas. Pero quiso el azar (le dije, sabedor de que
le encantaría tal atribución) que campeonato y premio los ganara yo, un
jovencito infatuado que por entonces privilegiaba a la Revolución por sobre la
Literatura y no lo había leído por puros prejuicios juveniles. -Quizá usted
tenía razón -me reconvino-. Fue el año en que yo dije que Pinochet y Videla eran
dos caballeros. Un desatino del que hoy me avergüenzo.
De todos modos, era imperdonable que siendo yo entonces un
joven aspirante a narrador no lo tuviese leído y bien leído, así que le conté
que de inmediato había subsanado mi falta y le manifesté mis preferencias. En
un momento él me interrumpió para pedirme que por favor no fuera tan
superlativo, y finalmente le confesé que me llamaba mucho la atención su
insistencia en mencionar textos tan inencontrables como el Nekronomikon, la
Primera Enciclopedia de Tlön, El acercamiento a Almotásim, las obras de Herbert
Quain tales como El Dios del Laberinto, Abril Marzo, El Espejo Secreto, etc., y
sus menciones de otros autores que él solía nombrar como Joahnn Valentin Andre,
Mir Bahadur Ali, Julius Barlach, Silas Haslam, Jaromir Hladik, Nils Runeberg,
el chino T'sui Pen, Marcel Yarmolinsky, las confesiones de Meadows Taylor o las
según él siempre oscuras, incomprensibles ideas filosóficas de Robert Fludd.
Borges se rió de buena gana y me dijo, enigmáticamente: -De todos esos libros,
sólo uno es verdadero. Y lo tengo escrito. Sólo atiné a mirarlo fijamente,
encandilado por ese hombre delicado y magro cuya ceguera miraba mejor que nadie
el infinito vacío que había del otro lado de las ventanillas, mientras acariciaba
rutinariamente la empuñadora de su bastón.
El advirtió la densidad de mi silencio.
-Más aún: tengo aquí un borrador -dijo suavemente, casi un
susurro-. ¿Quiere echarle una ojeada?
Me emocioné, diría, hasta el borde mismo del llanto. Le dije
que por supuesto, le agradecí el gesto disimulando ineficazmente mi ansiedad, y
cuando me tendió la carpeta de cuerina color obispo yo regresé a mi asiento en
la clase turista, en el fondo del avión, y me sumergí en la lectura.
El texto llevaba un extraño, borgeano título que
sinceramente no recuerdo con exactitud. Tonto de mí, creo confusamente que era
El irregular Judas o algo así. Era una novela, o lo que yo supongo que debía
haber sido la novela de Borges, mecanografiada por alguien a quien él le habría
dictado. La trama era sencilla: Egon Christensen, un ingeniero danés, de
Copenhague, llegaba a Buenos Aires en 1942 como jefe de máquinas de un carguero
cuyo capitán no se atrevía a partir por temor a ser hundidos por los acorazados
alemanes que infestaban el Atlántico Sur. Egon se radicaba cerca de La Plata,
revalidaba su título de ingeniero y marchaba a Jujuy, conchabado por el Ingenio
Ledesma. Su pasión era el ajedrez, admiraba a Max Euwe, y en Jujuy vivía una
peripecia amorosa y otra deportiva, ambas colmadas de paradojas. Lo
extraordinario, desde luego, eran su prosa, la infinita rigurosidad de
vocablos, el armado preciso y despojado de la secuencia exponencial, una
inevitable mención a Adolfo Bioy Casares, la retórica perfecta y sobre todo la
erudición, que dejaba perplejo al privilegiado lector que yo era.
Cuando terminé, temblando de emoción y agradecimiento, le
llevé la carpeta de regreso. Borges dormía, con la cabeza inclinada sobre un
hombro como un capullo de algodón quebrado. Me pareció inconveniente despertarlo,
y además estaba tan impresionado que sólo iba a ser capaz de decirle tonterías.
Preferí depositar suavemente la carpeta sobre su regazo. Cuando llegamos al
Aeropuerto Kennedy, a él lo recibió un montón de gente que subió al avión
(editores o embajadores, supongo) y vi cómo se lo llevaban de prisa a un salón
vip.
Al cruzar Migraciones vi también, y con espanto, que la
misma carpeta de cuerina color obispo estaba en manos de un hombre muy alto,
rubio, de inconfundible aspecto escandinavo. Me pareció haberlo visto en la
primera clase, pero no estaba seguro y era ya un dato irrelevante: lo evidente
era que le había robado el manuscrito a Borges.
Me alarmé y dudé si denunciarlo a los gritos o correr hacia
el hombre para rescatar la carpeta puesto que ya no podía avisarle a Borges ni
a quienes lo acompañaban. El oficial de migración me dijo no sé qué cosa y en
el segundo siguiente perdí de vista al danés, porque era un danés, sin dudas.
Sentí un extraño pánico que me duró todo ese día y los que siguieron. Leí con
angustia los diarios de toda esa semana, esperando encontrar una denuncia, el
reclamo de Borges o sus representantes. Pensé incluso que él podría acusarme de
semejante atropello.
Nada. No sucedió nada y, que yo sepa, él jamás pronunció una
palabra sobre el episodio. Y yo no volví a verlo hasta una noche de 1985, ya en
el desexilio, cuando de la Editorial Sudamericana me invitaron a una charla de
Borges sobre un libro de viajes que había escrito con María Kodama. Fui con la
intención de preguntarle acerca de aquella carpeta de cuerina color obispo.
Pero en un momento, ante la primera pregunta del público, él contó que una vez,
durante un viaje en avión, había soñado con un tipo que se le acercaba desde la
clase turista y al que él engañaba entregándole un texto apócrifo que aquel
hombre jamás le devolvía.
Decidí callar, por supuesto. Borges falleció tiempo después,
como todo el mundo sabe, en Ginebra. FIN
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